• Arturo Del Castillo

    La Geometría de la Paradoja.

    Habitamos, tú y yo, la misma jaula de concreto, el mismo vasto y tumultuoso organismo de asfalto que respira monóxido y exhala prisas. Es una verdad empírica, un dato irrefutable que podría constatar en cualquier registro civil o censo demográfico de esta urbe: nuestros cuerpos ocupan coordenadas geográficas que, en la escala del universo, son prácticamente idénticas. Sin embargo, esta cercanía física, esta proximidad cartográfica, se erige como la burla más cruel de la existencia, pues vivimos bajo el mismo cielo plomizo y caminamos sobre las mismas aceras fracturadas, pero nuestras realidades discurren como dos asíntotas, condenadas a extenderse hacia el infinito sin jamás tocarse, sin jamás profanar el espacio del otro con un saludo, una mirada o un roce accidental.Reflexiono, en las noches de insomnio donde el ruido de la ciudad se apaga y solo queda el zumbido eléctrico del silencio, sobre la absurda probabilidad estadística de nuestra desconexión. La ciudad no es infinita; es un sistema cerrado, un laberinto finito de bulevares, puentes a desnivel y rotondas que reciclan el tráfico humano una y otra vez. ¿Cómo es posible, entonces, que en este tablero de ajedrez limitado, donde las piezas se mueven incesantemente, el rey y la reina no vuelvan jamás, a coincidir en casillas anejas?

    Existe una coreografía invisible, un ballet de desencuentros orquestado por un destino burlón o por el ciego azar, que nos mantiene perpetuamente separados por el margen de un suspiro, por la fracción de un minuto, por el capricho de un semáforo que cambia de rojo a verde. Me aterra y me fascina pensar que compartimos la misma atmósfera, que el aire que exhalas en el norte de la ciudad podría ser, por obra de los vientos alisios que descienden de las montañas, el mismo aire que yo inhalo minutos después por Miraflores, ignorante de que llevo en mis pulmones el residuo de tu aliento vital.

    El Palimpsesto Urbano.

    Camino por las avenidas con la mirada de un arqueólogo que busca ruinas invisibles. La ciudad es un palimpsesto, un pergamino que se reescribe constantemente. Cada día, miles de suelas de zapato imprimen su historia sobre el cemento, borrando muchas de las historias del día anterior. Y en esa superposición de huellas, me obsesiona la idea de la sucesión temporal. Es muy probable, casi una certeza matemática, que hoy hayas pasado por una de las mismas calles que yo transité. Tal vez entraste a esa librería de viejo, o cruzaste el umbral de aquel edificio gubernamental de cemento frío y burocracia estéril. Pero lo hiciste a las nueve de la mañana, cuando la luz del sol aún era oblicua y prometedora. Yo pasé a las once, cuando el sol ya castigaba con su verticalidad y las sombras se escondían bajo los zapatos. Ahí radica la tragedia: la superposición espacial carece de sincronía temporal. Pongo mi mano sobre la barandilla de metal de un puente peatonal y siento un calor residual. ¿Es el calor del sol? ¿O es la termodinámica de tu piel que estuvo allí hace instantes? No hay forma de saberlo. Eres un fantasma que precede mis pasos, o tal vez yo soy el espectro que te sigue, ambos atrapados en un bucle temporal donde el «ahora» nunca es compartido.

    Las instituciones, esos templos seculares del orden y el trabajo, actúan como grandes segregadores. Tú en tu torre de cristal y documentos, yo en mis tribunales y despachos de caoba y textos. Ambos inmersos en la vorágine de las jornadas laborales, esclavos del Cronos, mirando el reloj no para saber la hora, sino para medir cuánto tiempo de vida se nos escurre sin vernos. Un sabio argentino, hace ya tiempo escribió: “Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo”, y efectivamente, yo así mido, el tiempo. ¡Oh, amada mía! en el fondo de mi ser, como anhelo que el Kairós se presente de nuevo en nuestras vidas.

    El tráfico, esa bestia metálica y rugiente que colapsa las arterias de la ciudad a las cinco de la tarde, es otro muro. Podrías estar a unos tres vehículos del mío, separada de mí por apenas unos cuantos metros de chapa y vidrio tintado, escuchando quizás alguna canción que yo también conozco, alguna que yo te dediqué, o alguna que al escucharla, siempre hace que me recuerdes, y sin embargo, somos dos universos aislados, encapsulados en nuestras propias burbujas de soledad rodante.

    La Lluvia como Velo y Espejo.

    Y luego está la lluvia. En esta ciudad, la lluvia no solo limpia; oculta. Cuando el cielo se desgaja y el agua cae con la furia de un castigo bíblico, el mundo se desdibuja. Los parabrisas se convierten en caleidoscopios líquidos y los transeúntes se vuelven manchas apresuradas bajo paraguas negros. En esos días de tormenta, la posibilidad de verte se reduce casi a cero, y sin embargo, la sensación de tu presencia aumenta.

    La lluvia democratiza la melancolía. Pienso que, si estás mirando por una ventana en este preciso instante, viendo quizá, cómo el agua, por una parte, anega las alcantarillas y convierte las calles en ríos, pozas y fango, o por otra, —más romántica—, piensas en tu vida, en tu mundo interior, que al igual que la ciudad, se llena de una atmósfera brumosa y reflexiva. Es entonces, cuando estamos compartiendo una misma experiencia. Estamos viendo la misma lluvia. Es un consuelo pobre, una migaja metafísica, pero me aferro a ella. La lluvia que golpea mi ventana es la misma agua que golpea la tuya; es el único elemento físico que nos toca a ambos simultáneamente, un hilo conductor líquido que une nuestros refugios en medio de la tempestad.

    Pero entre el viento que azota los cables de alta tensión y el trueno que hace vibrar los cimientos, tú sigues siendo una incógnita. No te veo correr buscando refugio en un puesto, no te veo sacudir tu cabello mojado en la entrada de una cafetería. La ciudad, bajo la lluvia, es un lugar de ocultamiento, y tú eres la maestra del escondite, o quizás, yo soy el ciego que se niega a ver.

    La Onírica de la Vigilia.

    Te pienso. El verbo se queda corto; te reflexiono, te medito, te intelectualizo. Mi mente, entrenada en la lógica jurídica y el raciocinio deductivo, fracasa estrepitosamente al intentar procesar tu ausencia. Te has convertido en una idea platónica, en un arquetipo que habita el Topos Uranos de mi subconsciente, más perfecta y terrible que la mujer de carne y hueso que quizás ya no existe, porque el tiempo habrá hecho sus destrozos, también te habrá cambiado a ti, como me ha erosionado a mí. Te sueño, no solo en el sentido freudiano de la actividad onírica nocturna, sino en la ensoñación diurna. A veces, entre un escrito, y una revisión de jurisprudencia, mi mente se fuga, y salgo a la calle, y veo una cabellera que se asemeja a la tuya doblando una esquina; veo un perfil en la multitud que me recuerda a la curva de tu cuello; escucho una risa en una mesa lejana que tiene la misma cadencia musical que la tuya.

    Mi corazón da un vuelco, esa taquicardia absurda de la esperanza, y me detengo. Busco con la mirada, escudriño los rostros anónimos, penetro la masa heterogénea de extraños. Pero siempre es un espejismo. Es una pareidolia del alma: mi deseo proyectando tu imagen sobre el lienzo indiferente de la realidad. Nunca eres tú. Eres el fantasma que mi deseo invoca, pero que la realidad se niega a materializar.Y en esas fracciones de segundo donde creo verte, siento una mezcla pusilánime de anhelo y pánico. ¿Qué pasaría si realmente fueras tú? ¿Qué haríamos con el abismo de tiempo que se ha abierto entre nosotros? Mi mente se nubla de la duda contrafactual.

    La Sátira de los Encuentros Triviales.

    Es aquí donde la tragedia deviene en farsa, donde el universo despliega su humor negro con una precisión hiriente. Me invade una risa satírica, casi un rictus de incredulidad cínica, cuando el azar, en su infinita torpeza o su malicia calculada, me arroja constantemente frente a rostros que carecen de todo peso gravitacional en mi historia.La ironía es punzante: la ciudad me obliga a coincidir con figurantes, con extras sin parlamento en la obra de mi vida. Me encuentro en el supermercado con aquel compañero de la facultad cuyo nombre apenas recuerdo y con quien jamás intercambié más que trivialidades sobre el clima o los códigos procesales; me cruzo en la farmacia con vecinos de un pasado remoto que siempre me resultaron indiferentes; tropiezo en las aceras con conocidos circunstanciales, sombras periféricas a quienes saludo con una cortesía autómata y vacía.

    El destino es pródigo en cruzarme con lo irrelevante, en poner en mi camino a la multitud anónima y a los conocidos superfluos. Pero a ti no. A ti, con quien he compartido la sustancia misma del tiempo, a ti, que no eres nota al pie sino el texto principal de mi memoria, a ti no te encuentro más. Es una broma macabra de la estadística: converger con lo banal y divergir de lo esencial. ¿Cómo es posible que la urbe me regale la presencia de extraños y me niegue la visión de la mujer con quien compartí los mejores días de mi vida? Aquellos días que no fueron meras fechas en el calendario, sino épocas doradas, cumbres de una felicidad que ahora, en retrospectiva, parece pertenecer a otra vida, a una era mitológica personal. Es un sarcasmo ontológico: el mundo está lleno de gente, y sin embargo, la única persona que dotó de significado al tiempo, la única con la que el «estar» se convertía en «ser», permanece oculta tras el velo de lo improbable. Me río, sí, pero es una risa que duele, la risa del que entiende que el caos no es solo desorden, sino una forma sofisticada de la crueldad.

    La Aporía del Lector Nocturno.

    Entre las diversas y extensas lecturas de casi cada noche —unas interesantes y otras no tanto—, transcurridas después de las seis horas del fenecer del lubricán, y a un par de horas antes del renacimiento del alba, súbitamente, y más allá de dicho menester, emerge —o arriba— cierta paremia que irónica y absurdamente me hace pensar si realmente quiero huir, o acercarme más a ti. Y me pregunto si este menester es, a su vez, también un escape que no me termina de funcionar. Al aún no encontrar respuesta, lo que puedo hacer es seguir —como de costumbre— con la exégesis y la eiségesis a cada libro de casi cada noche, ya que ciertamente este menester también se ha convertido en un axioma para descuidarme, al menos un poco, de ti.

    Sin embargo, la trampa de la eiségesis es insidiosa y cruel. Busco en los infolios de la antigüedad un refugio, una tabula rasa donde tu nombre no esté inscrito, pero mi mente, traicionera intérprete, tergiversa las grafías. Si leo a Ovidio, no hallo mitología, sino la metamorfosis de tu recuerdo en dolor; si consulto a los estoicos, su ataraxia me parece una burla sofística frente a mi turbación. Cada página se vuelve un espejo cóncavo que deforma la historia universal para convertirla en una biografía no autorizada de nuestra distancia.He descubierto que la biblioteca no es un laberinto de salida, sino una espiral centrípeta. Intento intelectualizar el olvido, sepultar tu imagen bajo estratos de filosofía y jurisprudencia, pero tú emerges entre las líneas como un palimpsesto obstinado que se niega a ser borrado. La lectura, que prometía ser un narcótico para la memoria, deviene en un estimulante para la ausencia, y así, en esa vigilia forzada entre el ocaso y la aurora, descubro con espanto que no leo para escapar de ti, sino para encontrarte oculta, como un acróstico secreto, en las palabras de los textos.

    La Escritura como Exorcismo y Convocatoria.

    Te escribo. Escribo estas líneas y miles más que nunca leerás. La escritura se ha convertido en mi forma de tocarte sin manos, de hablarte sin voz. Eres la destinataria implícita de cada metáfora, la musa silenciosa de cada silogismo. Escribir sobre nuestra no-coincidencia es la única manera de darle sentido a este absurdo. Si no puedo tenerte en la realidad tangible, te tendré en la arquitectura de las palabras, en el edificio gramatical que construyo párrafo a párrafo. Aquí, en el papel (o en la pantalla luminosa), controlo el encuentro. Puedo hacer que nuestros caminos se crucen en la página treinta. Puedo decretar que la lluvia cese y que nos miremos a los ojos en donde yo quiera. Soy el dueño de este pequeño universo literario. Pero al levantar la vista, la ciudad real impone su tiranía de nuevo. Las palabras no tienen el poder de alterar las rutas, el tráfico, ni de sincronizar nuestros relojes.

    El Miedo al Encuentro (La Paradoja del Buscador)Y

    aquí llegamos al núcleo de la cuestión, a la verdad más dolorosa y contradictoria: no te busco.Sé dónde podrías estar. Conozco tus antiguos hábitos, tus preferencias, los barrios o colonias que solías frecuentar. Podría, si quisiera, trazar una estrategia de búsqueda, aplicar la lógica deductiva para cercar tus movimientos y provocar ese encuentro «casual». Pero no lo hago. Me mantengo en mi órbita, respetando la elipse que nos aleja. ¿Por qué? Porque existe un terror sagrado a la realidad. Mientras no nos veamos, sigues siendo posibilidad pura, potencia aristotélica. Sigues siendo el recuerdo inmaculado, idealizado por la nostalgia. Encontrarte sería colapsar la función de onda, reducir la magia a la prosaica realidad de dos extraños que alguna vez se conocieron. Tal vez te encuentre mañana. Tal vez el azar, cansado de mantenernos separados, decida jugar su carta final y nos ponga frente a frente en un elevador, o en la fila de un banco. Tiemblo de solo pensarlo. No estoy seguro de querer encontrarte porque no estoy seguro de poder soportar la mirada de una mujer que ya no me conoce, o peor aún, la mirada de una mujer que me conoce demasiado bien y decide ignorarme.

    Prefiero, quizás, esta tortura dulce de saberte cerca pero inalcanzable. Prefiero habitar esta ciudad contigo como dos notas en una partitura disonante: sonando al mismo tiempo, pero nunca formando un acorde. Eres la habitante secreta de mi ciudad personal, la sombra que da profundidad a la luz de mis días.Vivimos en el mismo laberinto, mi querida y amada, pero hace mucho tiempo que el hilo se rompió, y el Minotauro del olvido nos vigila a ambos, esperando devorar el último vestigio de lo que fuimos, mientras la ciudad, indiferente y eterna, sigue su curso bajo la lluvia.

  • Blair Sinclair

    El Jardín de la Duda Contrafactual

    Epígrafe: “No fue el destino: fue el silencio”

    Capítulo I: El Umbral de la Abulia

    El Hombre no llegó al patio; reincidió en él. El acto de su llegada carecía de la novedad de un descubrimiento; era, en cambio, la confirmación ritual de una condena, el retorno cíclico del pecador al instrumento de su penitencia.

    El acceso a este hortus conclusus, esta geografía íntima de su fracaso, no se encontraba en ningún mapa de la ciudad profana. La urbe de neón y asfalto, con su estruendo de motores y su prisa vacua, existía en un plano dimensional ajeno a este. Para el Hombre, la ciudad era un purgatorio de distracciones, un interludio ruidoso entre sus visitas a este, su verdadero infierno. Acababa de dejarla atrás, esa metrópoli de otros, donde las vidas ajenas se desarrollaban con una lógica causal que él había repudiado. Había caminado por calles atestadas, un espectro entre los vivos, su gabardina rozando a transeúntes que, a su vez, lo ignoraban, reconociendo instintivamente en él a alguien que ya no participaba del pacto colectivo de la acción.

    El portón se manifestaba solo cuando la noche externa coincidía con la penumbra de su ánimo. No era una estructura de tiempo completo. Era una anomalía topográfica, una cicatriz en el tejido de la realidad que se abría supurando, solo para él. Su portón de hierro forjado, cuyas volutas simulaban una caligrafía barroca que deletreaba la palabra «Quizás», no se abría con una llave de bronce, sino con un pensamiento. Más precisamente, con la capitulación ante un pensamiento. Se manifestaba cuando el peso de la interrogante no resuelta, esa que él pulía cada día como un avaro su única moneda, se volvía tan denso que adquiría propiedades gravitacionales, curvando el espacio urbano a su alrededor hasta que el único camino posible lo llevaba a este umbral.

    Esta noche, la duda era plomo. Un plomo líquido y frío que había llenado sus venas, sustituyendo la sangre, ralentizando sus movimientos hasta una parodia de vida.

    Sus zapatos, testigos de mil claudicaciones, resonaron sobre el empedrado. El sonido no fue una afirmación —hic est, «aquí estoy»—, sino una pregunta: quare?, «¿por qué?» Cada paso era una percusión hueca, la acústica de un alma vaciada. El patio era su purgatorio personal, un espacio arquitectónico diseñado, amueblado y mantenido por su propia inacción. Cada piedra de los muros que lo cercaban, herméticos, pero sin ocluir el horizonte, había sido extraída de la cantera de su mutismo. Eran palabras no dichas, solidificadas por el tiempo geológico de su arrepentimiento. El mortero que las unía era su silencio endurecido, una argamasa de cobardía y orgullo que había demostrado ser más resistente que cualquier granito.

    Se ajustó la gabardina, ese sudario laico que lo definía. La tela, pesada y húmeda por una llovizna que solo existía dentro de estos muros, olía a polvo y a tiempo estancado. Era su caparazón, su uniforme de la renuncia. El sombrero, hundido hasta el puente de la nariz, no era para protegerse de la lluvia, sino para evitar que sus facciones, si acaso aún las poseía, traicionaran la magnitud de su fracaso. Era un escudo contra el juicio de un cielo que, de todos modos, estaba ciego y mudo.

    Era un detective, sí, pero de un crimen singular. Un crimen sin cadáver, sin sangre y sin testigos externos. La investigación del asesinato de su propio futuro. Un crimen en el que él era, con una simetría atroz, el arma, el testigo, el principal sospechoso, el fiscal y el juez. Su corpus delicti era una ausencia, un vacío con la forma exacta de Ella. Su método no era la deducción, sino la anamnesis torturante, la repetición obsesiva del «Momento» en el teatro de su mente, buscando un detalle, una inflexión, una variable que hubiera podido cambiar el desenlace. Pero el guion estaba cerrado.

    El aire estaba quieto. Inmóvil. Pesado. Era un aire sin viento, un aire que no respiraba, atrapado, como él, dentro de esos muros. Cargado con la humedad de la fuente central y el aroma vegetal, casi fúnebre, del sauce en el rincón. Era la atmósfera de un pulmón que había exhalado por última vez.

    Había entrado, una vez más, al teatro de su hamartia, su falla trágica. Y su hamartia no había sido un acto de soberbia, no una hybris que desafiara a los dioses. Había sido un pecado mucho más gris, más moderno, más patético: un pecado de omisión. Una abulia tan profunda que se había vuelto un acto de agresión pasiva contra su propia existencia.

    No la había perdido. El término «perder» implicaba un juego, una lucha, un azar. Él no había jugado. La había concedido. La había entregado a la entropía sin oponer la menor resistencia.

    La había visto girar sobre sus talones. El escenario fáctico se había disuelto con los años, volviéndose irrelevante. ¿Fue en un andén de estación, con el vapor de la locomotora como un telón de fondo melodramático? ¿En el portal de una casa antigua, bajo la luz ambarina de un farol? ¿En la sala de un aeropuerto, con los anuncios de vuelos partiendo hacia futuros en los que él no estaba incluido? El dónde era trivial. Lo único que importaba era la esencia del gesto: su espalda volviéndose hacia él, un movimiento que era una pregunta final, una última pausa antes del corte.

    Y él, paralizado por un exceso de análisis, por un pánico metafísico al compromiso o al fracaso, la había dejado ir. Su mente, ese laberinto sobre-diseñado, había entrado en ebullición, produciendo mil argumentos a favor del silencio por cada impulso visceral que le gritaba que hablara. Había temido manchar la pureza de la posibilidad con la vulgaridad de la realidad. Y al elegir la posibilidad pura, había elegido la nada.

    Había permitido que la entropía, esa ley universal de la disolución, se la llevara. Ella era una estructura compleja de esperanza y futuro, y él, por omisión, la había soltado en el río del tiempo, observando pasivamente cómo se deshacía.

    Y ahora, este patio era su condena. No una condena de fuego o tormento, sino algo peor: una condena de repetición. El laboratorio estéril donde, noche tras noche, repetía el experimento fallido, ajustando variables imaginarias, buscando un resultado diferente que, por definición, jamás llegaría. El patio era la materialización de su bucle mental.

    Capítulo II: La Dialéctica de la Fuente

    Avanzó. El movimiento fue un esfuerzo de voluntad suprema contra la gravedad de su propia apatía. El empedrado, dispuesto en un patrón de fuga que convergía en el centro, era una metáfora inexorable de su propia mente. Era la arquitectura de la obsesión. Todos sus pensamientos, sin importar cuán lejos divagaran por los arrabales de la filosofía o las minucias del día, eran atraídos de vuelta, como limaduras de hierro hacia un imán, a la misma obsesión central.

    La fuente.

    Era el altar de su duda. El monumento erigido al «Momento».

    Se detuvo ante ella. El chiaroscuro del patio, una luz espectral que no provenía de luna o farol alguno, sino que parecía emanar de la propia piedra calcárea, la ungía con una solemnidad sacra. La fuente era el epicentro de la parálisis. El agua, el panta rhei de Heráclito, el símbolo universal del tiempo que todo lo devora y todo lo cambia, aquí cumplía una función irónica y cruel. No fluía hacia ningún lugar. Caía en un ciclo cerrado, bombeada desde una cisterna de arrepentimiento, subiendo por los conductos de la memoria para volver a caer en la pila de la obsesión.

    Era un siseo perpetuo que no medía el progreso, sino la repetición. Era el sonido de una clepsidra, donde el agua caía para ser instantáneamente devuelta al recipiente superior, midiendo un presente eterno. El tiempo, para él, ya no avanzaba; solo se acumulaba, como el sedimento en el fondo de la pila.

    Observó las efigies de piedra que poblaban la pila. No eran la obra de un artista, sino la materialización del instante fatal. En el centro, una ninfa de piedra, su rostro erosionado no tanto por el agua como por la intensidad de su mirada fija. El musgo, como una enfermedad cutánea, se aferraba a sus pliegues, un verdín parasitario alimentado por su estasis. A sus pies, un grupo de putti congelados en una alegría incomprensible, sus bocas redondas arrojando los chorros de agua, sus ojos de piedra ciegos a la tragedia que enmarcaban.

    Para el Hombre, aquello no era una escena mitológica. Era el tableau vivant de su parálisis.

    Él era una de esas figuras de piedra.

    Ella era la ninfa central, con el rostro vuelto hacia un lado, hacia el sauce, como si intuyera el luto que él cultivaría en su ausencia. Su pose no era de partida, sino de expectativa, una quietud que suplicaba ser rota. Y él… él era una de las figuras menores, un putto grotesco en el borde, con la boca abierta, no para reír o manar agua, sino en el gesto mudo, el rictus de una palabra que no se atrevió a pronunciar. Una palabra que se había petrificado en su garganta.

    No te vayas. Quédate. Te amo.

    Las palabras más simples, los conjuros más antiguos y potentes, las únicas necesarias, se habían disuelto en su garganta. Se habían ahogado en un pantano de sofismas, envenenadas por un silogismo cobarde que su intelecto había construido como mecanismo de defensa: «Si me ama, se quedará. Si no me ama, mis palabras son inútiles». Qué arrogancia la suya. Qué estupidez. Había aplicado la lógica al milagro, había intentado diseccionar el misterio con el bisturí de la razón, y el milagro, por supuesto, se había evaporado. Había exigido una prueba de fe sin ofrecer la suya.

    Ahora, el sonido del agua era su tortura. Cada gota que golpeaba la superficie de la pila era un eco. No solo era un siseo, era una multitud. Eran las voces de mil futuros contrafactuales, siseando al unísono.

    ¿Y si hubieras hablado? ¿Y si solo esperaba una señal, por mínima que fuera? ¿Y si tu silencio no fue prudencia, sino la más abyecta de las cobardías? ¿Y si ella también tenía miedo, y solo necesitaba que tu valor le diera permiso al suyo?

    El agua era el ruido blanco de su fracaso. Se acercó tanto que la llovizna fría de la fuente le golpeó el rostro, confundiéndose con una humedad que él nunca se permitiría admitir, ni siquiera aquí, en la soledad absoluta de su castigo. Buscaba en la piedra erosionada de la ninfa el rostro de Ella. Pero no lo encontraba. La piedra era genérica, mítica. La fuente no contenía su memoria; contenía la memoria de su fracaso.

    Ella estaba viva, en alguna parte. Su rostro seguía siendo de carne, sujeto al tiempo real, acumulando arrugas que él nunca besaría. Era él quien se había convertido en piedra. Era él quien estaba aquí, inmóvil, mientras el agua de la repetición lo cubría lentamente de musgo.

    Capítulo III: El Silogismo de la Incertidumbre

    La pregunta central, el gusano en el corazón de su intelecto, la carcoma que devoraba la viga maestra de su cordura, no era si la amaba. Eso era un axioma. Un postulado tan fundamental que cuestionarlo sería como cuestionar su propia existencia. El amor era el motor inmóvil de su tragedia.

    La pregunta, la que lo devolvía a este patio noche tras noche, era: ¿Hice lo correcto?

    Este era el núcleo de su parálisis. Este era el veneno refinado que su propia mente destilaba. Porque su intelecto, sofisticado, barroco y autodestructivo, podía argumentar ambas caras de la moneda con idéntica brillantez, con igual poder de convicción. Su mente era un tribunal perfectamente equilibrado, donde la fiscalía y la defensa eran tan competentes que el juicio no podía sino declararse nulo, una y otra vez, eternamente.

    Argumento A (La Tesis del Sacrificio): La voz de este argumento era profunda, mesurada, con un timbre de nobleza trágica. Era la voz de su ego, de su orgullo, la narrativa que construía para poder mirarse en los espejos oscuros del patio. «Hice lo correcto», susurraba. «Dejarla ir fue un acto de nobleza, el único verdadero acto de amor que un ser como yo podía cometer. Yo, con mi melancolía endémica, con esta sombra que proyecto (y miró su propia silueta en el suelo, una mancha de oscuridad aún más densa que la noche del patio), la habría marchitado. Mi amor es un amor de raíces, un amor que estrangula, que exige, que drena la luz. Mi silencio fue un regalo: le di su libertad. La amé tanto que la protegí de mí mismo. Fue un acto de fuerza inmenso, una auto-inmolación silenciosa. Soy el mártir de su felicidad».

    Argumento B (La Antítesis de la Cobardía): La voz de este argumento era un siseo, una burla que se colaba por las grietas de la Tesis A. Era la voz de su honestidad más cruda, la verdad abyecta que se acurrucaba en su estómago. «No hiciste nada», se mofaba. «Tu inacción fue terror puro. Miedo al rechazo, sí, pero eso es trivial. Fue algo peor: miedo a la felicidad. Pánico a la responsabilidad que implica un futuro compartido. La tristeza es fácil, la melancolía es autoindulgente; solo requieren pasividad. La felicidad es una obra de ingeniería, requiere mantenimiento constante, vulnerabilidad, presencia. Temiste que, si se quedaba, descubriría el fraude que eres. Temiste no estar a la altura, no de sus expectativas, sino de la simple, banal, cotidiana exigencia de estar presente. Tu silencio no fue un escudo para ella; fue un escondite para ti. Fue un acto de debilidad absoluta, disfrazado con los ropajes de un drama romántico. Eres un cobarde».

    El patio existía en la tensión irresoluble entre estas dos narrativas. Era el cadalso de su ambigüedad.

    Durante años, en la ciudad profana, había intentado encontrar pruebas que inclinaran la balanza. Había sucumbido a la tentación moderna de la búsqueda. Había tecleado su nombre en motores de búsqueda, rastreado redes sociales bajo perfiles anónimos, buscado registros públicos. Pero el mundo es vasto y ella, consciente o no de su huida, había sabido desaparecer. O tal vez, simplemente, su vida era demasiado normal para dejar un rastro digital ruidoso. No sabía nada de ella.

    Y esta ausencia total de datos —si era feliz o miserable, si se había casado con un hombre más simple y valiente, si estaba sola en un apartamento con un gato, si alguna vez pensaba en él con ira o, peor, con indiferencia— creaba un vacío perfecto. Un vacío que su imaginación, como la naturaleza, se apresuraba a llenar con los peores espectros.

    La incertidumbre era su castigo. Era un castigo diseñado a medida para un intelecto como el suyo. Si supiera que ella era feliz, su «Argumento A» se solidificaría. El dolor sería agudo, pero limpio. Él podría ser el mártir noble de su propia historia, una figura byroniana satisfecha en su sacrificio. Si supiera que ella era infeliz, su «Argumento B» se volvería una daga envenenada. El dolor sería insoportable, una culpa corrosiva que lo disolvería. Él sería el cobarde que la abandonó a su suerte, el monstruo de la historia.

    Pero no sabía nada. Y por eso, ambas posibilidades existían simultáneamente, vibrando en una superposición cuántica de arrepentimiento. Estaba atrapado, como el asno de Buridán, entre dos fardos de dolor, incapaz de elegir cuál era el verdadero, muriendo de hambre no de comida, sino de certeza.

    Su intelecto le había jugado la trampa final: había hecho de la duda su único hogar. Y ahora, no podía encontrar la puerta de salida. La certeza, en cualquier dirección, sería una liberación, una forma de muerte. Pero la duda era la vida eterna, era el infierno de la repetición.

    Capítulo IV: La Botánica del «Pudo Ser»

    Apartó la mirada de la fuente, incapaz de soportar un instante más su dialéctica líquida, su percusión de preguntas sin respuesta. El agua era el metrónomo de su locura. Se volvió, con la lentitud de un golem, hacia el segundo pilar de su prisión, el otro polo de su tormento.

    El sauce llorón.

    Si la fuente era la pregunta intelectual (¿Hice bien?), el sauce era la respuesta emocional (Me duele).

    Ocupaba la esquina noroeste del patio, un Salix babylonica de una magnificencia monstruosa. Era menos un árbol que una catástrofe botánica. Sus raíces, como los tentáculos de un kraken despertado, habían reventado el ordenado empedrado de la razón que convergía en la fuente. Las losas estaban levantadas, rotas, en un caos que testificaba la futilidad de sus intentos por mantener el control. El árbol era la prueba viviente de que el sentimiento, el dolor crudo, por mucho que se intente pavimentar sobre él, por mucho que se intente confinar con la lógica, siempre encuentra una grieta para emerger, violento e imparable.

    El árbol era el monumento a «lo que pudo haber sido».

    Era una manifestación orgánica de su autoindulgencia, de su luto no por la pérdida de ella (ella, la persona real, estaba perdida en el mundo de la prosa), sino por la pérdida de la versión de sí mismo que habría existido si se hubiera atrevido a actuar. Estaba de luto por el Hombre que nunca fue.

    Se acercó. El árbol crecía con una fuerza obscena, con una vitalidad perversa, alimentado, como no podía ser de otra manera, por la humedad de la fuente. Era un ecosistema cerrado de dolor. Su arrepentimiento (el árbol) se nutría de su duda (la fuente). El sauce, a su vez, con sus ramas péndulas, envolvía la fuente, protegiéndola, ocultándola del mundo exterior que no existía, asegurándose de que nadie más pudiera ver el núcleo de su fracaso. El dolor protegía a la duda que lo alimentaba. Era el Ouroboros de su psique.

    Rozó las ramas péndulas. No eran hojas, eran velos. Fríos, húmedos, como el pelo de una ahogada. Eran los velos de una viuda perpetua, pero él estaba de luto por una vida que nunca había nacido. Las ramas, como una cortina de arpas eólicas, vibraban levemente, aunque no había viento. O quizás el viento era su propia respiración contenida.

    Y el Hombre escuchó en ellas el susurro de los futuros abortados.

    Se adentró en la cortina del sauce, desapareciendo de la vista del patio. Dentro, el aire era aún más denso, y el sonido de la fuente se atenuaba, reemplazado por este susurro vegetal. Era un confesionario sin sacerdote, un vientre estéril.

    Cerró los ojos y los espectros acudieron, no como fantasmas, sino como viñetas vívidas, futuros perdidos que el árbol custodiaba.

    Vio una cocina inundada por el sol de la mañana. Ella, con el pelo recogido, riendo por algo que él había dicho. El olor del café. Discutían sobre el color para pintar una pared. Un azul demasiado frío, un amarillo demasiado estridente. Una disputa banal, intrascendente, y por eso mismo, sagrada. Una disputa que él daría su alma por tener ahora mismo.

    Vio una sala de estar en penumbra, en una noche de invierno. Lluvia contra los cristales. Él leyendo un libro, ella en el otro extremo del sofá, con los pies recogidos bajo una manta. El silencio cómodo de dos personas que ya no necesitan llenar el vacío. Ella levantando la vista, preguntándole qué leía. Y él, iniciando una discusión sobre un punto de filosofía, y ella, rebatiéndolo con una inteligencia que lo desarmaba y lo enamoraba de nuevo. La calidez de una asociación intelectual que él había arrojado a la basura.

    Vio una escena de enfermedad. Él, postrado, febril. Y la mano de ella, fresca sobre su frente. La preocupación en sus ojos. La vulnerabilidad de ser cuidado. El terror que le habría dado, y la aceptación final de esa entrega.

    Vio la vejez. Manos arrugadas, la de ella sobre la de él. El argumento sobre los nombres de hijos que nunca concibieron, ahora transformado en una broma recurrente, una cicatriz compartida que ya no dolía, sino que unía. La paz de un envejecer juntos que él había vetado con su silencio.

    Todos estos «pudo ser» susurraban entre las hojas del sauce. Eran más reales, más tangibles para él, que la ciudad profana que había dejado fuera. Él había asesinado todos estos mundos. El sauce era su cementerio, y él era su único visitante, su único deudo.

    Se apoyó contra el tronco nudoso, sintiendo la savia fría bajo la corteza, y por primera vez esa noche, el detective, el lógico, el sofista, se permitió un lujo que la fuente no toleraba: el dolor puro, sin la coartada del análisis.

    Capítulo V: El Fuego Frío de la Otredad

    El dolor se volvió insostenible. La autoindulgencia del sauce era un pantano que amenazaba con tragarlo. Se apartó de las ramas húmedas, retrocediendo hacia el espacio abierto del patio, limpiándose la humedad de las hojas de la cara como si fueran telarañas. Necesitaba el castigo limpio de la fuente, el filo de la lógica.

    Y entonces, miró hacia el horizonte.

    Más allá del muro de piedra, más allá del velo del sauce, en la dirección en que los muros no bloqueaban su vista, y se veían las luces de la colinas.

    No eran estrellas. Las estrellas pertenecían al universo, a la metafísica, y eran frías y distantes. Estas luces eran humanas. Doradas, cálidas. Un enjambre de luciérnagas indiferentes, parpadeando con una vida banal.

    Para el Hombre, esas luces eran la tortura final.

    Porque no eran, como había creído en años anteriores, un símbolo abstracto de «la vida normal». Eran, esta noche, con una certeza que le oprimía el pecho, el lugar donde ella estaba.

    No literalmente, no en esa colina. Sino allí fuera. En el mundo de la prosa, en el mundo de las acciones y las consecuencias, en el mundo donde la gente cenaba, pagaba facturas, hacía el amor, cometía errores, pedía perdón y seguía adelante.

    Él estaba atrapado en el poema estéril de su patio, un soneto perfectamente construido de dolor y duda, mientras ella vivía en la prosa desordenada, funcional y viva del mundo.

    Sufría de una certeza atroz, la única certeza que este patio permitía: ella había seguido adelante. Su inacción la había liberado. Él le había mantenido la puerta abierta y ella, lógicamente, después de esperar un tiempo que a él le pareció una eternidad y a ella, probablemente, solo lo justo, había cruzado el umbral. Había aceptado esa libertad no deseada.

    Mientras él estaba petrificado en este patio acromático, ella estaba viviendo en color.

    Esta era la verdadera naturaleza del noir que habitaba: él era el fantasma. Él era la sombra. El mundo de los vivos, el mundo de ella, era ese fuego frío en la distancia. Esas luces doradas eran las ventanas de las casas de los vivos, y él era el espectro que miraba desde el frío del cementerio.

    Se obsesionó con las luces, construyendo viñetas de tortura.

    ¿Estará cenando ahora? Imaginó una mesa. Un mantel sencillo. Platos. Comida caliente. Y un hombre frente a ella. Un hombre sin laberintos en la cabeza. Un hombre que, cuando quiso algo, simplemente lo dijo. Un hombre que veía un futuro y caminaba hacia él. Imaginó la mano de ese hombre rozando la de ella sobre la mesa. Un gesto casual, posesivo, tierno. Y sintió el tacto fantasma en su propia piel, como un ácido.

    ¿Estará mirando por una ventana? Quizás estaba sola, en una ciudad con nombre, en un apartamento que olía a ella. Mirando una lluvia real, no la llovizna psíquica de este patio. ¿Pensaría en él? ¿O, peor aún, no estaría pensando en absoluto, simplemente viviendo, habiendo relegado el «Momento» a una anécdota trivial? A un «¿Te acuerdas de aquel hombre tan extraño, tan complicado, que no dijo nada?»

    El peor de los espectros no era su odio. Era su irrelevancia. El miedo a que su gran tragedia, su sacrificio (Tesis A) o su cobardía (Tesis B), para ella no hubiera sido más que un episodio confuso, una nota a pie de página en la novela de su vida. Que el evento que para él era el eje de su existencia, para ella fuera un simple desvío del que se había recuperado hacía años.

    Esta era la otredad. La existencia de un universo, el de ella, que seguía expandiéndose mientras el suyo se había colapsado en esta singularidad de piedra y agua. Su condena era ver la luz, entender el calor, pero estar eternamente separado de ella, no por un asesino, no por un destino trágico, no por los dioses, sino por un único instante de abulia. Por un «quizás» que debió ser un «sí».

    Capítulo VI: Clausura y Sentencia

    Un viento frío, el primero de la noche que parecía real, barrió el patio. No fue una brisa, fue un suspiro de agotamiento del propio lugar. Las hojas del sauce sisearon, y el portón de hierro, aquel por el que había entrado, aquel que deletreaba «Quizás», se cerró de golpe.

    El sonido no fue el de una celda. Fue peor. Fue el sonido seco y metálico de una caja fuerte cerrándose, de un mecanismo de relojería de alta precisión encajando en su lugar, sellando la bóveda. El «Quizás» se había cerrado. Lo que estaba dentro —su arrepentimiento— estaba ahora asegurado, a salvo de cualquier contingencia, a salvo de la vida.

    El Hombre no se inmutó. No había salida, porque nunca había deseado una. La salida habría implicado una acción, una certeza. El patio era él. Sus huesos eran los muros, su sangre era el agua de la fuente, su sistema nervioso eran las raíces del sauce.

    El detective había resuelto el caso. Sacó un cuaderno imaginario de su gabardina y dictó mentalmente su informe final.

    El crimen: Inacción. Homicidio por omisión, siendo la víctima el Futuro. El motivo: Miedo. Miedo a la vida, disfrazado de prudencia intelectual y nobleza romántica. El arma: El Silencio. La víctima: Él mismo. Cómplice: Ella, por haberse ido, por haber obedecido a su silencio, por no haber luchado contra su nada. (Tachó esto último. Era injusto. La única culpa era de él). El veredicto: Culpable. Más allá de toda duda razonable. Culpable en el primer grado de la existencia.

    La sentencia: Repetir la pregunta «¿Hice lo correcto?» ad infinitum, en este mismo patio, sabiendo que la respuesta es, y siempre será, no.

    La sentencia no era el dolor. El dolor era un subproducto. La sentencia era la repetición. Era Sísifo, pero su roca no era una piedra, era una interrogante. Y cada vez que la subía a la cima de la lógica (Tesis A), la verdad (Tesis B) la hacía rodar de nuevo hasta el fondo.

    Se quedó inmóvil, una silueta más oscura contra la mampostería oscura. Las luces de la colina, el fuego frío de la otredad, comenzaron a apagarse, una por una, mientras la ciudad de los vivos se entregaba al sueño, al olvido, al sexo, a la simple recarga biológica para la prosa del día siguiente.

    Pero él no dormiría.

    Permaneció de pie, el único testigo en el juicio perpetuo de sí mismo, el vigilante de su propio mausoleo. Escuchando.

    Escuchando el siseo del agua sobre la piedra. El sonido de lo que fue, golpeando inútilmente la roca de lo que nunca será.

    Y la duda, ya no una pregunta, sino un estado del ser, una ontología, se asentó sobre él, tan pesada, tan gris y tan permanente como su propia gabardina. Su intelecto había construido la prisión perfecta, y su cobardía había tirado la llave.

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  • Blair Sinclair

    (Escrito en tres sellos)

    Epígrafe: Lux quae ambulat, verbum sine nomine.

    (La luz que camina es palabra sin nombre)


    Primum Sigillum: El Libro sin Autor

    No sabría decir a qué hora empezó el temblor secreto del aire. La calle estaba vacía y, sin embargo, todo parecía ordenarse alrededor de una presencia. No la vi llegar: simplemente sucedió. Su caminar no avanzaba: establecía el compás del mundo. El polvo de los bordes, los pliegues grises del crepúsculo, el ritmo imperceptible de los semáforos… todo cayó bajo una música que yo ignoraba conocer.

    Sus cejas eran dos arcos donde el cielo encontraba reposo. En sus ojos, color de raíz cálida, no había promesas; había evidencias. La sonrisa—apenas un trazo—encendió un sol nuevo en un lugar donde yo no sabía que faltaba. Su seriedad no era distancia; era medida. Su risa, cuando llegó, no fue júbilo, sino acuerdo: el universo aceptando su propio rostro.

    No hubo palabras. Yo no le hablé y ella no me habló. Bastó la geometría de su paso, sobrio y elegante, para que lo no-dicho tomara el centro del escenario. Comprendí, como se comprende un teorema después de años de intuición ciega, que la belleza no era un lujo del mundo, sino su fundamento. Y me avergoncé de no haberlo oído antes.

    Regresé a casa con ese silencio latiendo. Esa noche, la ciudad parecía renovada. En cada ventana vi un fulgor repetido. Dormí poco, soñé mucho. Al amanecer, guiado por una fatiga curiosa, caminé hasta una librería sin rótulo, escondida en una galería que yo nunca había visto. Dentro, olía a cera y a páginas viejas. En el mostrador, un anciano de traje oscuro me observaba sin gesto.

    —Busco un libro —dije, sin convicción.

    —Todos aquí son el mismo —respondió, y sólo después noté que su voz no parecía salirle de la garganta, sino de la madera de las estanterías.

    Tomó un volumen encuadernado en lino mate, sin título, sin autor, sin número. En el lomo apenas había tres signos: ☉☽♄.

    —Este no se compra —dijo—. Se abre una vez.

    Puso el libro en mis manos con la gravidad con que se entrega una sentencia. Noté el peso exacto, como si las hojas contuvieran no palabras, sino objetos. Lo abrí. La primera página estaba en blanco; la segunda, también. En la tercera, en latín, leí: Lux quae ambulat. Después, versos que parecían conocerme:

    En el origen quieto del verbo y del sonido.

    No diré el resto. No por cautela; por pudor. Sentí que el manuscrito había sido escrito desde un futuro en el que yo ya me había comprendido. Cada verso golpeaba la puerta de un cuarto no visitado. Cuando llegué al último, sentí un frío lento en la columna. En la guarda final, una sentencia:

    Quien la vea, no la nombre. Quien la ame, no la toque.

    En ella el secreto devora al que miente.

    —¿Quién escribió esto? —pregunté.

    —Usted, si llega —dijo el anciano—. O quizá ella, si vuelve.

    Alcé la vista. El hombre ya no estaba. El mostrador también había cambiado de lugar. Había, en su sitio, un espejo ovalado de plata. Me miré: detrás de mí no se reflejaba la librería, sino un corredor de piedra. Dio un paso mi reflejo. El espejo se empañó. Cerré el libro. El espejo volvió a mostrar la tienda corriente que siempre debió haber estado allí.

    Salí con el volumen bajo el brazo, como quien oculta un talismán. La luz del mediodía temblaba.


    Secundum Sigillum: El Corredor de las Huellas

    Leí el libro durante tres días. No había número de páginas; lo que se abría era lo que yo necesitaba. A veces el texto era lírico; a veces, un axioma; a veces, un acertijo. Había pasajes que pedían silencio antes de continuar, como puertas que no se abren si uno no respira de un modo preciso. Noté que cada vez que aparecían los signos o o , el aire a mi alrededor cambiaba de temperatura.

    La tercera noche, la sentencia de la guarda —Quien la vea, no la nombre…— comenzó a repetirse en mis sueños. No como amenaza, sino como regla de acceso. Vi entonces su caminar otra vez. No en la calle, no en ninguna plaza: en un corredor de piedra, sin lámparas, donde la luz provenía de un sitio anterior a la piedra misma. Yo lo recorría detrás de ella a distancia reverente. Su andar era un texto. Cada paso dejaba una marca geométrica: un ángulo, un semicírculo, un compás invisible afinando el caos. Su elegancia no era una pose; era el modo en que la realidad recordaba su forma.

    Desperté con la sensación de haber aprendido algo que me haría falta pronto. Fui a la librería, pero la galería ya no estaba. Me quedé frente a una pared donde los afiches de conciertos anunciaban fechas de meses anteriores. El libro, en mi mochila, latía.

    —Hay corredores —dijo una voz a mi izquierda. Era una mujer joven, con un cuaderno de dibujo—. No se entra por voluntad, sino por consonancia.

    —¿Consonancia con qué?

    —Con la luz que camina.

    No sé si aquel diálogo ocurrió en el mundo o en el escalón inmediato hacia el mundo. Ella sonrió; su sonrisa tenía un brillo ajeno a la conversación trivial. Me tendió una página: un boceto. Era el corredor de piedra de mi sueño. Al fondo, la silueta de una figura que avanzaba: la geometría de un paso que yo reconocía.

    —¿Dónde lo viste? —pregunté.

    —No se ve —cerró el cuaderno—. Se recuerda.

    Y se fue, con esa disolución propia de lo que vuelve a su lugar cuando ya ha cumplido su mensaje.

    Esa noche, abrí el libro en un punto que no recordaba haber visto. Una nota marginal, escrita a mano:

    Motus. Pulchritudo est ordo divinus.

    Debajo, un párrafo sin rima:

    La Belleza no embellece; establece. El orden no es una ley posterior al caos, sino su luz previa. La marcha de la Luz es la pedagogía del ser. Quien la observa desde la codicia, la pierde; quien acompasa su pulso, la aprende.

    Se me ocurrió, entonces, caminar. No a algún lugar, sino con el libro. Fue mi primer experimento: conté mentalmente catorce latidos por cuadra, una cesura en el centro, como si mi paso obedeciera a un verso alejandrino. Al principio fue ridículo; luego, necesario. La ciudad se me ofrecía con otra gramática. En una esquina vi a una mujer cargar bolsas: su gesto minúsculo de acomodarse el cabello era una ecuación. En el reflejo del vidrio de una panadería supe que el coche que se acercaba no iba a doblar, y no porque escuchara el motor, sino porque la luz de la tarde lo pedía. Todo parecía obedecer a una música escondida.

    Volví al libro para confirmar si me había vuelto supersticioso. Leí:

    El que mira aprende; el que nombra, rompe.

    No digas “esto es así”. Haz que el paso lo revele.

    El mundo, cuando encuentra su ritmo, deja de mentir.

    Decidí poner a prueba la advertencia. Iba a nombrarla. No podía seguir escribiendo “ella”, “la figura”, “la presencia”. Abrí una libreta, tomé la pluma, y comencé una letra. En cuanto apoyé el trazo, las luces de la habitación vacilaron. Una grieta se dibujó en el borde de la pared, finísima, como un cabello. Sentí frío en los dedos. Cerré la libreta. La grieta desapareció. No era miedo; era respeto. Entendí el alcance de la regla.

    En la cuarta madrugada, soñé que llegaba al corredor. Estaba vacío. Las piedras del suelo guardaban huellas circulares, concéntricas, como si alguien hubiera caminado y a la vez hubieran girado bajo sus plantas. En el muro del fondo, un relieve de rosas sin nombre. En el centro, un espejo ovalado: el mismo de la librería. Me vi acercarme. Mi reflejo llevaba el libro. Lo abría. Dentro, no había palabras: había mi propia caligrafía, que todavía no había escrito.

    —¿Qué se escribe primero? —pregunté al espejo.

    —La pregunta —respondió mi imagen—. Después, el resto sucede.

    Desperté con la certeza de que, si quería volver a verla, no debía buscarla, sino aprender a preguntar.


    Tertium Sigillum: Revelación y Enigma

    Empecé a vivir de otro modo. Pocos lo notaron. Salvo por cosas nimias: demoraba un minuto más en cruzar una calle, prestaba atención a la inclinación de las sombras, a la manera en que dos desconocidos tropezaban sin herirse. Llevaba el libro conmigo, pero casi no lo abría. Lo escuchaba. Descubrí que la ciudad tenía zonas de silencio verdadero: no ausencia de ruido, sino respiración de lo real. Esperaba allí.

    Una tarde de invierno, en una plaza sin nombre, la brisa cambió de textura. En el borde del cantero, una mujer mayor recogía hojas secas. Al levantar la vista, me sorprendió la calma de su gesto; no había prisa ni cansancio: había medida. Entonces ocurrió. No apareció como en la primera vez, con claridad de epifanía, sino con el pudor de algo que se sabe inevitable. La figura cruzó la avenida. Su paso reescribió la línea de las baldosas. El aire—no sabría decirlo mejor—comprendió.

    Su rostro no pedía interpretación: la contenía. Sus cejas, densas y precisas, enmarcaban una mirada que no exigía promesa alguna. La sonrisa fue mínima; suficiente para que un sol naciera en lo invisible. El resto fue orden: la tierra bajo sus pies, el ruido de un colectivo Lejano, un niño lanzando una pelota que cambió de dirección sin tocarla. Me vio sin verme, como se ve una lámpara cuando uno entra a un cuarto que ya conoce. Cuando pasó a mi lado, lo supe: no era alguien atravesando el mundo; era el mundo encontrando su paso.

    Me llevé la mano al bolsillo, rozando el canto del libro. No lo saqué. La regla era clara: quien la vea, no la nombre. Aun así, una parte de mí deseó tocar la orilla de su abrigo, establecer una prueba de que aquello no era una invención. En cuanto avancé medio centímetro, la temperatura del aire descendió. No fue amenaza; fue advertencia amorosa. Retiré la mano, y la brisa volvió a ser brisa.

    Ella continuó. No volvió la cabeza. En su andar había una suma exacta de seguridad y gracia. No era soberbia: era realeza de otro orden. La plaza quedó igual y, a la vez, para siempre distinta.

    Esa noche, el libro se abrió solo sobre mi mesa. Lo juro. Las páginas se detuvieron en un texto que no había visto:

    Revelatio

    No toques el signo que te enseña a pensar.

    No cierres la puerta que no supiste abrir.

    El amor no toma; acuerda.

    La belleza no corre: espera que alcances su paso.

    Debajo, una nota del autor en letra pequeña:

    Si haces del misterio una presa, el misterio hace de ti su alimento.

    Si acompañas, eres admitido.

    Comprendí que mi deseo de demostrar era un resto de superstición realista: creer que lo tangible confiere verdad. Me dejé instruir: acompasé. Cerré los ojos y respiré a catorce. No recité nada. No pedí nada. A la cuenta de siete, cesura; a la de catorce, descanso. Durante esa respiración, la habitación se tornó hospitalaria.

    Entonces, sin imagen ni sonido, la certeza: ella no era un fenómeno externo a mi conciencia, ni una invención de mi deseo. Era la figura arquetípica de la medida, la Sophia que revela que el mundo no es objeto de posesión, sino de acuerdo. Su bondad —esa preocupación silenciosa que tantas veces sentí como una caricia en la espalda de mis días— no era sentimental: era ontológica. La risa que la acompañaba no era liviandad: era permiso. Su seriedad no era dureza: era el peso exacto de lo verdadero.

    Abrí los ojos. Sobre la mesa, además del libro, había un espejo ovalado. No recordaba haberlo traído. En él vi el corredor de piedra. Me asomé con un temor alegre. Un paso, luego otro. Crucé.

    Al otro lado no había frío ni calor. Era como caminar dentro de una idea. La pared del fondo mostraba las rosas sin nombre. En el centro, una inscripción en lengua que conocía sin haber estudiado: “Lux in via est veritas”. Debajo, tres versos:

    No la nombres: se nombra en su paso contenido.

    No la tomes: concede si tu ritmo es su ritmo.

    No la sueñes: sucede cuando el ser ha aprendido.

    La vi aparecer desde la izquierda. No llevaba prisa ni demora. En su andar estaba dicha la lengua de todas las promesas. Yo, consciente de mi torpeza, apenas incliné la cabeza. Ella sostuvo mi mirada el tiempo exacto para que no hubiera dominio ni renuncia. En sus ojos cabía la totalidad sin violencia. Sonrió. No tuve lágrimas; tuve medida. Yo era, por primera vez, digno del silencio.

    Quise decir “gracias”, pero el corredor no admitía palabras vulgares. Entonces hice lo que el libro enseñaba: acompasé. Catorce en silencio; cesura en el centro. En el latido siete, ella alzó apenas la mano, no para detenerme, sino para bendecir el intervalo. Comprendí: la vida, con su ruido y su prisa, sólo necesita aprender a dejar espacio en el medio.

    Cuando retrocedí, el espejo me devolvió mi cuarto. La mesa, el libro, la lámpara. El espejo se volvió opaco y desapareció como un vaso de niebla que alguien sopla. Afuera, una calle común. Adentro, una calle nueva.

    Desde entonces, ya no busco. Camino. En las esquinas, a veces, la brisa se ordena. En los pasillos de los hospitales, alguien sonríe con un sol pequeño que basta para un día. En la marcha grave de algunas mujeres —sí, las que saben sin ruido— el mundo se mide para reanudarse. Y cuando la tentación de nombrar o tomar me llega, abro el libro en cualquier página en blanco. Allí está la regla, aunque no se lea: quien la vea, no la nombre; quien la ame, no la toque. No por temor, sino por acuerdo.

    He vuelto a la librería muchas veces. No la encuentro. A veces creo que la galería aparece cuando uno ha sido fiel a la cesura. No lo sé. Me basta con la certeza de que el libro sigue escribiéndose en mí. A veces, antes de dormir, una oración antigua me visita, hecha de pocas palabras, ninguna imprescindible:

    La luz que camina.

    Y con eso basta.

  • Blair Sinclair

    (Poema en tres sellos)

    ☉ Primum Sigillum:

    Apparentia “Lux in silentio nascitur”

    (La luz nace en el silencio)

    En el origen quieto del verbo y del sonido, donde el alma se oculta de su propio latido, surgió una forma leve, vestida de infinito, que en su sola presencia reveló lo bendito.

    No fue sueño ni carne, ni reflejo ni idea: era el alma del mundo que en su cuerpo se vea. Sus cejas eran puertas del templo estelar, donde el tiempo ya inclina, cansado de esperar.

    Sus ojos —dos abismos de saber y ternura— eran el pensamiento vestido de hermosura. En su rostro la duda se rendía al sosiego, y el misterio se hacía certeza y fuego.

    Cuando sonríe, la noche se abre en aurora; un sol nuevo renace, la eternidad implora. Nada más verdadero que el temblor de su calma: es la forma visible del amor que no se nombra.

    ☽ Secundum Sigillum:

    Motus “Pulchritudo est ordo divinus”

    (La belleza es el orden divino)

    Camina. Y al hacerlo, la materia obedece; su paso restablece el cosmos que perece. No pisa, pues consagra. No avanza: ordena. La tierra la contempla, sumisa y serena.

    Su andar es oración, su ritmo, equilibrio, su gesto, la escritura del divino delirio. Soberana del aire, del fuego y del día, su movimiento funda la geometría.

    Hay en su porte algo de astro y decreto, un poder en silencio, sagrado y perfecto. Cada huella que deja se torna doctrina: la elegancia es su ley, su corona divina.

    En ella lo humano se hermana a lo eterno, y el alma del sabio se inclina en su invierno. Nada existe más real que su andar contenido: la fuerza hecha gracia, el amor definido.

    ♄ Tertium Sigillum:

    Revelatio “In luce invenitur veritas”

    (En la luz se encuentra la verdad)

    Mira y calla, quien busque su esencia escondida: su ser es la pregunta, su sombra, la vida. Ella no es un cuerpo solo, ni un rostro, ni un nombre, sino el eco del cosmos encarnado en un hombre.

    Su presencia es conjuro, su mirada es ciencia, el abismo hecho paz, la duda hecha conciencia. En su risa se funde lo profano y lo santo, y el amor se convierte en sapiencia y en canto.

    No hay credo que la mida, ni dogma que la encierre, pues en su hermosura el infinito se cierne. Es la rosa secreta que florece en la mente, la verdad que se oculta en lo más evidente.

    Ella es el espejo donde el ser se reconoce, la luz que interroga, el dios que no conoce. Y quien la ame —sin nombre, sin rito ni credo— habrá cruzado el umbral del sagrado enredo.